“Ruega a los dioses que el camino sea largo.
Que sean muchas las mañanas de verano
en que arribes con alegría y con gozo
a puertos que antes ignorabas.”
He pasado unos días
de viaje con un buen amigo. La misma expresión “estar de
viaje” implica que un viaje no es algo que perdure indefinidamente en el
tiempo. De lo contrario, el viajero correría el riesgo de convertirse en vagabundo
o en náufrago. Normalmente, los viajes suelen ser de ida y vuelta: periplos que,
por su propia condición, se acaban, pero que conllevan la paradoja de perdurar
en el alma y de dejar en ella su impronta, sin que ello presuponga que esa
marca que dejan sea alegre o triste, positiva o negativa. Los viajes siempre
nos cambian. No somos los mismos después de haber viajado. Es por ello que
siempre tienen algo de iniciático aquellos que hacemos para cerrar una etapa y
empezar otra. Cada persona debería marcarse un ritual para clausurar antiguos
procesos que acaban y abrir nuevos proyectos que empiezan. Igual que en las
corridas de toros suena el clarín para el cambio de tercio, en nuestras vidas
debería de haber una especie de rito de paso que nos ayudara a tomar conciencia
de que algo viejo termina y algo nuevo
comienza. Estos pequeños viajes que hacemos son una buena opción para ello, ya
que en el fondo son etapas del viaje de la vida, que es un viaje interior, y cuyo
principio y fin somos nosotros mismos. Nosotros mismos intentando, a través del
autoconocimiento, cumplir el imperativo pindárico: “Llega a ser el que eres”.
Uno aprende a conocerse
mejor a sí mismo cuando viaja, aunque sólo sea por unos días. Y me refiero al
aspecto mental y espiritual, pero también al físico. El simple hecho de cambiar
de dieta hace que podamos observar, si prestamos la suficiente atención sobre
nosotros mismos, cómo reacciona nuestro organismo ante la presencia o ausencia
de ciertos alimentos.
Cuando uno viaja imagina
lo distinta que podría haber sido su vida de haber nacido en una de esas ciudades
por las que pasea. Te cruzas por la calle con innumerables personas que no
conoces, y entonces, al mirar sus rostros, piensas que, tal vez, muchas de
ellas podrían haber sido tus conocidas, tus amigas, tus confidentes… De la
misma manera, cuando ves a esas mujeres preciosas, sabes que, de haber nacido
allí, algunas de ellas hubieran sido tus amantes; y una de ellas tu amor, la idea
fija y la locura.
Se cae en la cuenta de la gente que no habrías conocido de haber vivido en un sitio distinto. Para empezar, los
compañeros de trabajo y el trabajo mismo habrían sido otros. Se piensa, también,
en esos pocos amigos especiales que regala la vida, que son cuatro o cinco y
ni uno más, y a los cuales no habrías tenido la suerte de conocer en el caso de ser de otro lugar.
La vida sería más difícil sin ellos, aunque hubiera otros cuatro o cinco en
ese otro lugar que también lo fueran y que hicieran más fácil el camino. Y es
que, conforme avanza la vida, uno se va dando cuenta de lo difícil que es haber
encontrado un amigo de verdad: uno de esos pistoleros dispuestos a luchar a tu
lado, a desenfundar el revólver al cruzar cualquier esquina y a jugarse el
pellejo por ti, pase lo que pase y contra quien sea.
Todos nosotros seríamos
otros, si cualquier aspecto de nuestra vida no hubiera acaecido o lo hubiera
hecho de otra manera. Pero hay algo que no varía: seguiríamos buscando el
sentido de todo acaecer y acontecer, intentando ser aquello que somos.
Por si alguien se lo
está preguntando, las ciudades que he visitado durante mi viaje han sido
Santiago de Compostela y Lisboa, aunque eso, quizá, sea lo de menos.