"Y pues V.M. escribe se le escriba y relate el caso por muy extenso, parescióme no tomalle por el medio, sino por el principio, porque se tenga entera noticia de mi persona; y también porque consideren los que heredaron nobles estados cuán poco se les debe, pues Fortuna fue con ellos parcial, y cuánto más hicieron los que siéndoles contraria, con fuerza y maña remando, salieron a buen puerto."

El Lazarillo de Tormes

domingo, 24 de julio de 2016

Viaje



“Ruega a los dioses que el camino sea largo.
Que sean muchas las mañanas de verano
en que arribes con alegría y con gozo
a puertos que antes ignorabas.”

He pasado unos días de viaje con un buen amigo. La misma expresión “estar de viaje” implica que un viaje no es algo que perdure indefinidamente en el tiempo. De lo contrario, el viajero correría el riesgo de convertirse en vagabundo o en náufrago. Normalmente, los viajes suelen ser de ida y vuelta: periplos que, por su propia condición, se acaban, pero que conllevan la paradoja de perdurar en el alma y de dejar en ella su impronta, sin que ello presuponga que esa marca que dejan sea alegre o triste, positiva o negativa. Los viajes siempre nos cambian. No somos los mismos después de haber viajado. Es por ello que siempre tienen algo de iniciático aquellos que hacemos para cerrar una etapa y empezar otra. Cada persona debería marcarse un ritual para clausurar antiguos procesos que acaban y abrir nuevos proyectos que empiezan. Igual que en las corridas de toros suena el clarín para el cambio de tercio, en nuestras vidas debería de haber una especie de rito de paso que nos ayudara a tomar conciencia de que algo viejo termina  y algo nuevo comienza. Estos pequeños viajes que hacemos son una buena opción para ello, ya que en el fondo son etapas del viaje de la vida, que es un viaje interior, y cuyo principio y fin somos nosotros mismos. Nosotros mismos intentando, a través del autoconocimiento, cumplir el imperativo pindárico: “Llega a ser el que eres”.

Uno aprende a conocerse mejor a sí mismo cuando viaja, aunque sólo sea por unos días. Y me refiero al aspecto mental y espiritual, pero también al físico. El simple hecho de cambiar de dieta hace que podamos observar, si prestamos la suficiente atención sobre nosotros mismos, cómo reacciona nuestro organismo ante la presencia o ausencia de ciertos alimentos.

Cuando uno viaja imagina lo distinta que podría haber sido su vida de haber nacido en una de esas ciudades por las que pasea. Te cruzas por la calle con innumerables personas que no conoces, y entonces, al mirar sus rostros, piensas que, tal vez, muchas de ellas podrían haber sido tus conocidas, tus amigas, tus confidentes… De la misma manera, cuando ves a esas mujeres preciosas, sabes que, de haber nacido allí, algunas de ellas hubieran sido tus amantes; y una de ellas tu amor, la idea fija y la locura.

Se cae en la cuenta de la gente que no habrías conocido de haber vivido en un sitio distinto. Para empezar, los compañeros de trabajo y el trabajo mismo habrían sido otros. Se piensa, también, en esos pocos amigos especiales que regala la vida, que son cuatro o cinco y ni uno más, y a los cuales no habrías tenido la suerte de conocer en el caso de ser de otro lugar. La vida sería más difícil sin ellos, aunque hubiera otros cuatro o cinco en ese otro lugar que también lo fueran y que hicieran más fácil el camino. Y es que, conforme avanza la vida, uno se va dando cuenta de lo difícil que es haber encontrado un amigo de verdad: uno de esos pistoleros dispuestos a luchar a tu lado, a desenfundar el revólver al cruzar cualquier esquina y a jugarse el pellejo por ti, pase lo que pase y contra quien sea.

Todos nosotros seríamos otros, si cualquier aspecto de nuestra vida no hubiera acaecido o lo hubiera hecho de otra manera. Pero hay algo que no varía: seguiríamos buscando el sentido de todo acaecer y acontecer, intentando ser aquello que somos.

Por si alguien se lo está preguntando, las ciudades que he visitado durante mi viaje han sido Santiago de Compostela y Lisboa, aunque eso, quizá, sea lo de menos.